Cinco cosas que ocurren cuando vives con un libanés
Ayer cumplimos cinco meses de vivir juntos, más cinco que llevamos de novios, da en total suficiente material como para asegurarles que nada vuelve a ser igual a partir de que compartes baño, closet, refri, tiempo y vida con un hombre de origen libanés, como es mi caso con Anuar.
A ver, no es que Anuar se criara en las calles de Beirut. Ni si quiera su papá, su yete o teta nacieron en Líbano, pero la comunidad libanesa guarda mucho arraigo y amor por sus tradiciones. Los bisabuelos de Anuar llegaron a México por ahí de principios del siglo pasado, según me cuentan sus primas (las de Anuar, no las primas de los bisabuelos).
O sea que han pasado más de cien años desde que su familia está en el País y aun así conservan hábitos, palabras, tradiciones, recetas y hasta rasgos físicos de sus antepasados.
Todo esto para decirles que mi baño está lleno de pelos.
Ja. No, no sólo es eso. En concreto me han ocurrido cinco cosas desde que vivo con Anuar. Éstas son:
1. En el refri no faltan jocoque, hummus y aceitunas kalamata. No es que jamás los hubiera comido, es sólo que son alimentos que ocasionalmente/casi nunca consumía y mucho menos guardaba en el refri. Ahora no faltan, están en los primeros lugares de la lista del súper y SOY FAN.
2. Me he vuelto catadora de pan árabe. ¿Y saben qué? El Libanius es una cochinada. Compren marca Helus y Baalbeck porque esos abren bien bonito y siempre están frescos. Ah, y no sólo de pan árabe, también me he vuelto experta en comida libanesa (sólo para comerla, no para prepararla jojo).
Créanme cuando les digo que no hay comida libanesa como la hecha en casa. La que preparaba la abuela de Anuar no tiene igual. Así que corran, háganse amigos de un libanés y pídanle comida de su mamá o de su abuela.
3. Pago menos. No siempre, sólo cuando Anuar regatea. A veces me hace gracia y otras me da pena, pero en general es muy cómico verlo preguntando por descuentos, ofreciendo un menor precio, intentando llegar a arreglos o negociando mejores condiciones en un acuerdo. Y esto ocurre lo mismo con el señor de la fruta que con la vendedora de Liverpool.
4. Guardo un San Charbel en mi closet. No, no se confundan, yo sigo siendo la misma hereje, nada más que ahora tengo en mi casa al santo más buena onda de toda la comarca celestial. Anuar es devoto.
5. Ahora sí: ¡Pelos, pelos everywhere! Permítanme decirles que es común la abundancia de vello corporal, lo que da como resultado pelos en el baño, en el jabón, en la almohada, en los zapatos, en la entrada de la casa, en el coche, en todos lados. Anuar trata de evitarlo con todo su ser pero tendría que depilarse con láser unas cien veces o volver a nacer con otros genes para realmente remediarlo.
BONUS:
En estos días hubo reunión con la familia de Anuar y les conté mi plan de publicar este texto aquí. Aunque no son costumbres tan de él, aportaron un par de puntos:
6. Gritas. No para pelear, nomás para que alcancen a escucharte. Ellos hablan MUY fuerte, mucho, todo el tiempo, y especialmente cuando se está en familia. Me consta.
7. Te ofendes menos. Son directos, casi rudos. Un libanés dice las cosas, a veces, más rápido de lo que las piensa y ya me acostumbré. Una vez, por ejemplo, se me cayó una tortilla de tan caliente que estaba. Una tía de Anuar fue testigo de mi error, ¿y saben qué dijo?: “No tienes manos de mujer”. No lo dijo sonriendo, no lo dijo en tono de broma pero sobre todo no lo dijo con afán de insultarme. Sólo lo dijo porque así lo creyó y ya. Esa misma tía me apapacha y consiente cada vez que la visito. No pasa nada.
8. Enriqueces tu vocabulario. Como dije antes, estos últimos puntos no son cosas que Anuar diga o haga comúnmente, pero desde que convivo con su familia, me suenan palabras como habibi, jalás, yala, kaif halak, jaras, masare, shasma, haidenshala, sajtain, tecram, shucram, tecram, sharmuta, etc, etc, etc.